miércoles, 18 de marzo de 2009

Dos cuentos para la transgresión

Aquí tenemos dos cuentos en verso que apuestan fuerte. No son aptos para cardíacos ni para gentes de estómago delicado. Se recomienda discreción.

Tomados de Cuentos en verso para niños perversos, de Roald Dahl


LA CENICIENTA

"¡Si ya nos la sabemos de memoria!",
diréis. Y, sin embargo, de esta historia
tenéis una versión falsificada,
rosada, tonta, cursi, azucarada,
que alguien con la mollera un poco rancia
consideró mejor para la infancia...

El lío se organiza en el momento
en que las Hermanastras de este cuento
se marchan a Palacio y la pequeña
se queda en la bodega a partir leña.
Allí, entre los ratones llora y grita,
golpea la pared, se desgañita:
"¡Quiero salir de aquí! ¡Malditas brujas!
¡¡Os arrancaré el moño por granujas!!".
Y así hasta que por fin asoma el Hada
por el encierro en el que está su ahijada.
"¿Qué puedo hacer por ti, Ceny querida?
¿Por qué gritas así? ¿Tan mala vida
te dan esas lechuzas?". "¡Frita estoy
porque ellas van al baile y yo no voy!".
La chica patalea furibunda:
"¡Pues yo también iré a esa fiesta inmunda!
¡Quiero un traje de noche, un paje, un coche,
zapatos de charol, sortija, broche,
pendientes de coral, pantys de seda
y aromas de París para que pueda
enamorar al Príncipe en seguida
con mi belleza fina y distinguida!".
Y dicho y hecho, al punto Cenicienta,
en menos tiempo del que aquí se cuenta,
se personó en Palacio, en plena disco,
dejando a sus rivales hechas cisco.

Con Ceny bailó el Príncipe rocks miles
tomándola en sus brazos varoniles
y ella se le abrazó con tal vigor
que allí perdió su Alteza su valor,
y mientras la miró no fue posible
que le dijera cosa inteligible.
Al dar las doce Ceny pensó: "Nena,
como no corras la hemos hecho buena",
y el Príncipe gritó: "¡No me abandones!",
mientras se le agarraba a los riñones,
y ella tirando y él hecho un pelmazo
hasta que el traje se hizo mil pedazos.
La pobre se escapó medio en camisa,
pero perdió un zapato con la prisa.
el Príncipe, embobado, lo tomó
y ante la Corte entera declaró:
"¡La dueña del pie que entre en el zapato
será mi dulce esposa, o yo me mato!".
Después, como era un poco despistado,
dejó en una bandeja el chanclo amado.
Una Hermanastra dijo: "¡Ésta es la mía!",
y, en vista de que nadie la veía,
pescó el zapato, lo tiró al retrete
y lo escamoteó en un periquete.
En su lugar, disimuladamente,
dejó su zapatilla maloliente.

En cuanto salió el Sol, salió su Alteza
por la ciudad con toda ligereza
en busca de la dueña de la prenda.
De casa en casa fue, de tienda en tienda,
e hicieron cola muchas damiselas
sin resultado. Aquella vil chinela,
incómoda, pestífera y chotuna,
no le sentaba bien a dama alguna.
Así hasta que fue el turno de la casa
de Cenicienta... "¡Pasa, Alteza, pasa!",
dijeron las perversas Hermanastras
y, tras guiñar un ojo a la Madrastra,
se puso la de más cara de cerdo
su propia zapatilla en el pie izquierdo.
El Príncipe dio un grito, horrorizado,
pero ella gritó más: "¡Ha entrado! ¡Ha entrado!
¡Seré tu dulce esposa!". "¡Un cuerno frito!".
"¡Has dado tu palabra. Principito,
precioso mío!". "¿Sí? -rugió su Alteza.
--¡Ordeno que le corten la cabeza!".
Se la cortaron de un único tajo
y el Príncipe se dijo: "Buen trabajo.
Así no está tan fea". De inmediato
gritó la otra Hermanastra: "¡Mi zapato!
¡Dejad que me lo pruebe!". "¡Prueba esto!",
bramó su Alteza Real con muy mal gesto
y, echando mano de su real espada,
la descocorotó de una estocada;
cayó la cabezota en la moqueta,
dio un par de botes y se quedó
quieta...

En la cocina Cenicienta estaba
quitándoles las vainas a unas habas
cuando escuchó los botes, -pam, pam, pamdel
coco de su hermana en el zaguán,
así que se asomó desde la puerta
y preguntó: "¿Tan pronto y ya despierta?".
El Príncipe dio un salto: "¡Otro melón!",
y a Ceny le dio un vuelco el corazón.
"¡Caray! -pensó-. ¡Qué bárbara es su alteza!
con ese yo me juego la cabeza...
¡Pero si está completamente loco!".
Y cuando gritó el Príncipe: "¡Ese coco!
¡Cortádselo ahora mismo!", en la cocina
brilló la vara del Hada Madrina.
"¡Pídeme lo que quieras, Cenicienta,
que tus deseos corren de mi cuenta!".
"¡Hada Madrina, -suplicó la ahijada-,

no quiero ya ni príncipes ni nada
que pueda parecérseles! Ya he sido
Princesa por un día. Ahora te pido
quizá algo más difícil e infrecuente:
un compañero honrado y buena gente.
¿Podrás encontrar uno para mí,
Madrina amada? Yo lo quiero así...".


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Y en menos tiempo del que aquí se cuenta
se descubrió de pronto Cenicienta
a salvo de su Príncipe y casada
con un señor que hacía mermelada.
Y, como fueron ambos muy felices,
nos dieron con el tarro en las narices.
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RIZOS DE ORO Y LOS TRES OSOS

¡Jamás debió ponerse en un estante
una bellaquería semejante!
¿Cómo una madre amante y responsable
puede dejar la historia detestable
de esta malvada niña entre las manos
de unos retoños cándidos y sanos?
Si de mí dependiera, Rizos de Oro
estaría entre rejas como un loro...
Imagínense ustedes qué gracioso
resulta hacer potaje para oso,
café y bollitos con su mermelada
y, con la mesa puesta y preparada,
que diga Papá Oso: "¡Mil cornejas!
¡La sopa está que quema las orejas!
Vamos a darnos un paseo juntos
hasta que este potaje esté en su punto.
Además, caminar un buen ratito
nos abrirá mejor el apetito".
Ninguna ama de casa se opondría
a propuesta de tal sabiduría
-y menos con el genio singular
de un oso cuando es hora de almorzar.

Pues bien, en cuanto dejan la mansión
se cuela Rizos de Oro en el salón
y, cual reptil sinuoso y repelente,
lo curiosea todo soezmente.
Al punto ve el potaje apetitoso
que puso en los tres platos Mamá Oso
y, en menos tiempo del que aquí se cuenta,
sobre ellos se abalanza violenta.
Imagínense, insisto, qué faena,
después de preparar cosa tan buena,
que acabe en el estómago incivil
de alguna delincuente juvenil.
¡Y no acaba ahí la cosa!, lo mejor
viene a continuación de lo anterior.
Como mujer de hogar que usted se siente,
ha ido con todo amor, pacientemente,
coleccionando muchos trastos viejos:
un angelote manco, dos espejos,
tres sillas y un armario estilo imperio
comprados en subasta y, lo más serio,
una silla de niño isabelina
que un día heredó usted de su madrina.
Es esa silla orgullo, prez y gloria
de su querida casa y no hay historia
que usted no cuente de ella y se derrita
cuando la enseña ufana a las visitas.
Pues, como iba diciendo, Rizos de Oro
sin el menor recato ni decoro
coloca su trasero gordinflón
sobre la silla histórica en cuestión
y, como no le importa tres pepinos
el mobiliario estilo isabelino,
se carga en un segundo malhadado
de su salón el mueble más preciado.
Cualquier niña diría: "¡Qué desgracia!
¡Merezco un buen castigo por mi audacia!".
Pero no Rizos de Oro que, al contrario,
exhibe su peor vocabulario:
"¡Maldito cachivache!" y otras cosas
que, de tan malsonantes y espantosas,
no puedo ni me atrevo a transcribir
ni creo que se deban imprimir.

Ustedes pensarán que aquí termina
su expedición fatal nuestra heroína...
Pues yo lo siento mucho, amigos míos,
pero no acaba aquí todo este lío.
La miserable quiere echar la siesta,
así que va a mirar dónde se acuesta.
Sube a los dormitorios de los osos,
compara qué edredón es más lanoso,
los prueba del derecho y del revés,
y se echa en el más blando de los tres.
Como sabéis, la gente de provecho
se suele descalzar cuando va al lecho,
pero con Rizos de Oro no hay enmienda
ni se le ocurre cosa que no ofenda.
Podéis imaginaros lo muy guarros
que estaban sus zapatos, cuánto barro
pestífero llevaban en las suelas.
Hasta algo que hizo un perro y, por que huela
tan sólo a tinta el libro, uno se calla...
Y, digo una vez más: ¿Es que no estalla
cualquiera a quien un monstruo dormilón
le ponga hecho una cuadra su edredón?

¿Os dais cuenta cabal de la cadena
de crímenes tramados por la nena?
_Crimen número uno: la acusada
comete allanamiento de morada.
_Crimen número dos: el personaje
se queda con tres platos de potaje.
_Crimen número tres: la muy cochina
destroza una sillita isabelina.
_Crimen número cuatro: la madama
se limpia los zapatos en la cama...
Un juez no dudaría ni un instante:
"¡Diez años de presidio a esa tunante!".
Pero en la historia, tal como se cuenta,
la miserable escapa tan contenta
mientras los niños gritan, encantados:
"¡Qué bien; Ricitos de Oro se ha
salvado!".

Yo, en cambio, le daría otro final
a un cuento tan infame y criminal:
"¡Papá! -grita el Osito-, estoy furioso.
No tengo sopa". "¡Vaya! -dice el Oso-.
Pues sube al dormitorio: está en la cama,
metida en la barriga de una dama,
así que no tendrás más solución
que dar cuenta del caldo y del tazón".

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